Cuando ella salía de casa, solían volver la cabeza desde las alondras de la mañana hasta los ruiseñores de medianoche. Era un soplo de aire fresco, la perfección con olor a mandarina. Su piel color canela solía brillar, excepto en aquellas zonas en las que había cicatrices, y avanzaba, casi bailando con el cigarro entre los dedos nerviosos mientras posaba su mirada en el más pequeño detalle que nadie notaba, pues le hacía sentir especial. Y quería más que nada, necesitaba sentirse especial.
Nadie sabía nunca lo que ella pensaba, incluso los que creían conocerla estaban equivocados. Y sin embargo, su forma de mirar hacía sentir... Miraba directamente al alma, hacía descubrirse a todo el que se cruzaba, todo lo bueno, todo lo malo. Te podía hacer sentir algo avergonzado. Era musical, efímera, creadora y destructora, era mágica.
Lástima. Por ella, por el mundo, por perderla. Por los ruiseñores y las alondras. Por vivir una vida sumida en la oscuridad mientras hacía, con una sola palabra, con un solo vistazo, que el mundo se iluminara.